
«Era la noche definitiva. Sería ahora o nunca, el mundo entero dependía de ellas. Iban vestidas de negro con una capa anudada al cuello y un capuchón que les cubría la cabeza. Cada una llevaba al cuello su colgante de procedencia celta que pasaba de generación en generación. Estaban listas para realizar el hechizo.
No sabían muy bien cómo pero tenían que conseguirlo porque fallar no era una opción. Habían dejado pasar demasiado tiempo y Lennox, el Brujo Supremo que dirigía el Consejo, se había apoderado de demasiada gente y ahora iba a por los gobernantes del país. No podían consentir que siguiera adelante con sus planes de dominar el mundo. Debieron pararle los pies mucho antes, pero no imaginaron que la ambición de Lennox alcanzara tal magnitud.
Elena miró a su marido.
Isabel miró al suyo.
Y Sofía también puso los ojos en su esposo.
Los seis se habían congregado en el claro del bosque para juntar sus poderes y encarcelar al Brujo Supremo.
Las tres eran primas y brujas de nacimiento al igual que sus madres lo habían sido, sus abuelas y así sucesivamente. Al casarse, todas ellas multiplicaban sus poderes por dos de ahí la importancia de que encontraran a su consorte lo antes posible. Y cuando lo encontraban, se enamoraban para toda la vida, no importaba quién de los dos muriese primero, ninguno volvería a conocer el amor.
Ellas habían insistido en que no era necesaria la presencia de sus maridos allí porque eran humanos y no tenían poder alguno, sin embargo ellos no estaban dispuestos a dejar a sus esposas solas en aquella contienda. Las ayudarían hasta la muerte.
La noche estaba muy avanzada. Abundantes nubes cargadas de tormenta ocultaban la luna llena impidiendo que su luz llegase a la tierra, no obstante el resplandor de los relámpagos iluminaba la oscuridad. El viento azotaba con fuerza y la calidez del verano se transformó en un frío invernal.
De pronto, le tenían frente a ellos. Lennox con todo su poder y esplendor, alzó las manos y capturó los rayos de la tormenta para lanzárselos a las jóvenes brujas. Ellas lograron apartarse a tiempo del golpe mortal. Pero pronto se vieron rodeadas por discípulos del Brujo Supremo que no tardaron en atacarles.
Los consortes de las brujas iban armados con dagas de plata. Los tres se unieron para proteger a sus mujeres mientras ellas invocaban el poder más absoluto, la Luz Divina.
—¡Luz Divina, invocamos tu poder! —gritaron las tres al unísono—. Danos la luz que necesitamos para combatir las tinieblas de la noche. ¡Luz Divina, invocamos tu poder! Danos la luz que necesitamos para combatir las tinieblas de la noche.
Elena, Isabel y Sofía habían juntados sus manos mientras repetían su invocación una y otra vez. En pocos segundos, la Luz Divina se hizo presente en forma de esfera luminosa. Inmediatamente, las jóvenes brujas extendieron sus brazos en dirección a Lennox y el poder absoluto que habían convocado atrapó al malvado brujo en su interior.
Justo antes de quedar atrapado, Lennox había acumulado sus rayos en lo alto de su cabeza y los había lanzado contra ellas sin piedad.
Ambos poderes eran tan distintos que no chocaron sino que se atravesaron. La Luz Divina alcanzó al Brujo Supremo encerrándolo en otra dimensión como ellas habían calculado, pero también los rayos de Lennox alcanzaron a las brujas. No fueron capaces de esquivarlos y las tres perdieron la vida en ese instante.
Desgarradores rugidos salieron por boca de los consortes. Su furia se volvió tan agresiva que comenzaron a matar sin piedad a los discípulos del Lennox uno por uno. Viendo los supervivientes que habían perdido la batalla, que su maestro había sido vencido, huyeron despavoridos.
Fue entonces que los tres hombres, se arrodillaron junto a los cuerpos inertes de sus mujeres, tomando cada uno a la suya en brazos lloraron desconsolados su pérdida. Pero el sacrificio que habían hecho por la humanidad no duraría eternamente.
—Dentro de veinte años habrá que invocar a la Luz Divina de nuevo —dijo Juan después de besar por última vez los labios de Elena.
—Estaremos junto a nuestras chicas cuando eso suceda —contestó Rubén acunando el cuerpo de Sofía.
—Y no permitiremos que mueran —concluyó el tercer consorte, Martín, acariciando el rostro sin vida de Isabel.
La promesa estaba hecha».
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