JINETES AL AMANECER


Toda la llanura estaba cubierta de cuerpos, de cadáveres adolescentes que habían empuñado las armas sin experiencia, sin más dotes guerreras que su propio valor, para hacer frente al más aguerrido de los ejércitos.
Los jóvenes cuerpos mutilados sembraban la llanura desde el Escamandro a Troya y desde el Simois al mar. Eran cientos los que habían empuñado las armas de sus padres, muertos antes, para hacerse matar a su vez a la vista de las murallas como la última esperanza de una ciudad que se negaba a ser vencida.
Muy pocos fueron los que lograron escapar a la matanza. Los jóvenes troyanos avanzaron hacia la muerte casi con alegría. Y la muerte estaba al frente, en el muro silencioso que formaban los escudos griegos, en las puntas de hierro de las lanzas helenas.
La batalla no fue tal. Al valor inconsciente de los jóvenes troyanos, los griegos enfrentaron eficacia; una eficacia devastadora y terrible. Combatían en silencio, ahorrando incluso el esfuerzo de las palabras, descargando sus espadas sistemáticamente en maniobras cientos de veces repetidas y cientos de veces triunfadoras. Y la batalla, la matanza, terminó pronto. Arriba, en las murallas de la ciudad asediada, quedaban las madres enlutadas, desde antes del combate, sabedoras de cuál había de ser el desenlace.
En mitad de la llanura sembrada de cadáveres, magnífcamente armado, estaba Aquiles Pélida, el caudillo de los mirmidones, el héroe de los griegos. Miraba con desafío hacia las murallas pobladas de mujeres sollozantes sin un solo guerrero que pudiese hacer frente al abierto desplante.
Patroclo, sudoroso bajo la coraza y el yelmo de bronce, se acercó a Aquiles. Con la punta de la espada tanteaba los cadáveres, buscando a alguien que no hubiese muerto. Todos eran troyanos. No había caído un solo griego en aquel combate.
Algo más lejos, sentado sobre una roca, Odiseo de Ítaca, el menos poderoso de los reyes helenos, contemplaba la escena con un amago de rictus burlón en el rostro. Aquiles, con sus gestos de histrión, desafiando a una ciudad despojada ya de toda su capacidad combativa, y Patroclo tanteando los cadáveres adolescentes y esbozando una mueca de desagrado cada vez que hallaba el cuerpo de algún joven demasiado hermoso.
Odiseo se quitó el yelmo. Tenía los cabellos pegados al cráneo como un segundo casco a causa del sudor. Una herida leve en el brazo izquierdo, el del escudo, ya no sangraba. Un joven troyano, rubio como el propio Febo, hermoso como aquellos que ansiaba encontrar Patroclo, logró herirle antes de caer bajo un golpe de espada quirúrgicamente certero. Odiseo había matado muchas veces; demasiadas para fallar en algo tan sencillo como enfrentar el inocente ataque de aquel joven. Únicamente un exceso de confianza suyo permitió al adolescente herirle el brazo.
«Y ahí está Aquiles —pensaba Odiseo—, nuestro héroe, pavoneándose como un gallo entre los despojos del enemigo, cubriéndose con la gloria de los muertos, emborrachándose con esta victoria, tan fácil que hasta me avergüenza haber tomado parte en ella».
Aquiles escupió en dirección a Troya. Un salivazo de desprecio hacia la ciudad a la que ya no le quedaba nada. Patroclo, siguiendo el ejemplo del héroe, escupió a su vez.
«Aquiles y su perro fiel Patroclo. Pobre Patroclo, enamorado como un idiota de ese montón de músculos sin cerebro al que todos hemos elevado a la categoría de héroe por el simple hecho de ser quien más muertes causa. Pobre Patroclo, enamorado de Aquiles y buscando entre los despojos troyanos alguien vivo con quien mitigar la pena por la indiferencia de su amado. Eres idiota, Patroclo. Aquiles no te amará nunca porque es incapaz de amar a nadie que no sea él mismo. Tanto da que seas su perro fiel como la más hermosa de las mujeres. Aquiles solo ama a Aquiles».
Las mujeres troyanas salieron de la ciudad en busca de los cuerpos. Gritos de agonía empezaron a elevarse al reconocer aquellas los cadáveres de un hijo o un hermano. Al principio unas pocas, pero pronto casi todas gritaban o sollozaban en torno a los muertos, se arañaban el rostro, se arrancaban mechones de pelo y se desgarraban los vestidos ajenas a la presencia de los tres últimos griegos que quedaban en el campo de batalla. Hacía un buen rato que los caudillos del ejército heleno se habían retirado al campamento. Encabezados por Agamenón y Menelao, se preparaban para el que, suponían, había de ser el asalto definitivo a la casi desguarnecida Troya.
Odiseo se alzó de la roca y caminó pesadamente entre los muertos. A veces se hundía hasta los tobillos en un fango negro y viscoso, mezcla de polvo y sangre. Aquiles vio cómo se acercaba y sonrió con engreimiento. Patroclo se colocó a su lado como si temiese que Odiseo fuese a arrebatarle a su héroe y amigo.
—Una vez más, amigos, hemos vencido —dijo Aquiles abriendo los brazos, tratando de abarcar con su gesto toda la llanura—. Una vez más, la victoria se ha inclinado del lado de nuestras armas.
—¿Qué victoria? —preguntó Odiseo con tono irónico—. ¿Te refieres a esta carnicería?
—No empieces, Odiseo. Los troyanos nos han atacado y les hemos derrotado.
—Mira bien a los troyanos, Aquiles. La mayoría eran casi unos niños. En Troya no deben quedar apenas hombres que puedan empuñar las armas y nos han enviado niños que solo saben hacerse matar con un valor rayano en la necedad.
—No siento ninguna pena, Odiseo —dijo Aquiles—. Niños o no, eran troyanos. Sabían que se exponían a morir. Nos han atacado, y han muerto. Han muerto…
—Sí, sí —interrumpió Odiseo—. Han muerto para mayor gloria de Aquiles.
—No tienes derecho, Odiseo —intervino Patroclo—. Lo que dice Aquiles es cierto. Él…
—Patroclo —interrumpió de nuevo el rey de Ítaca—, calla. Calla y mira a esas que lloran entre los muertos.
—¿Sientes remordimientos? —preguntó Aquiles con suficiencia burlona.
—Después de casi diez años de guerra ya no siento remordimientos por nada —respondió Odiseo—. Tal vez, como troyanos, estos niños merecieran morir, pero no ahora. Podíamos haber despachado esto dándoles unos azotes y mandándolos de vuelta a Troya. En lugar de eso los hemos matado. Creo que me avergüenzo de haber sido yo uno de los causantes de estas muertes.
—Lloras como una vieja —rio Aquiles—. Siempre he sabido que eres un blando.
Odiseo sonrió condescendiente.
—Yo no tengo tu gloria, Aquiles —dijo—. Solo soy Odiseo, el rey de Ítaca. Mi reino es mucho más pequeño que tus posesiones en Tesalia. Soy el menos poderoso de cuantos reyes y príncipes han acudido a esta guerra. Por eso mi fama de guerrero, al ser menor que la tuya, se resiente con la muerte de estos niños. Para ti es distinto. Puedes seguir matando. Da lo mismo que sean niños, mujeres o guerreros. Tu fama y tu gloria seguirán intactas.
—Sientes celos de Aquiles —dijo Patroclo.
—Por supuesto que siento celos de Aquiles —admitió Odiseo irónico—. ¿Quién no querría ser el mejor de los guerreros de la Hélade? Nada me complacería más que ser tenido por un héroe a pesar de no ser más que un asesino de niños.
—Me aburre tu charla —dijo Aquiles volviéndose de espaldas—. Vamos, Patroclo. Vamos a celebrar esta nueva victoria y dejemos que Odiseo, el rey de Ítaca, llore por los muertos troyanos. Puede que así logre acallar su conciencia de vieja.
Aquiles y Patroclo comenzaron a alejarse en dirección al campamento griego. Apenas habían caminado unos pasos cuando una voz hizo que se volviesen. Un troyano herido, tendido boca abajo, alzaba de vez en cuando la cabeza y llamaba a su madre. Como los demás, era apenas un adolescente.
—¿Has oído, Aquiles? —preguntó Odiseo con su cada vez más molesto tono irónico—. Uno de tus terribles enemigos aún está vivo.
Aquiles y Patroclo regresaron junto al rey de Ítaca, que ya se encontraba al lado del herido. Este levantó la cabeza y reconoció a los guerreros. Al hacerlo comenzó a llorar mientras Odiseo se agachaba.
—Como los demás, solo eres un niño asustado —dijo—, y, como los demás, tienes que morir para que la gloria de Aquiles sea aún más grande. Si mueres, serás un guerrero muerto, pero si vives serás una vergüenza para los griegos y para Aquiles. Por eso debes morir. Aquiles y su gloria necesitan guerreros muertos, no niños vivos.
—La gloria de Aquiles que tú pareces despreciar es la gloria de todos los griegos —dijo Patroclo cercano a la furia.
—Ya sé que el amor suele volvernos idiotas, Patroclo —Odiseo hablaba con una condescendencia casi ofensiva—. El amor nos convierte en ciegos, en necios…

—¡No es amor! Es la realidad y la amistad sincera que siento por Aquiles.
—Yo también amo —siguió Odiseo ignorando la airada interrupción de Patroclo—. Amo a Penélope. O acaso amo el recuerdo de Penélope. Y eso me convierte también en un idiota. Somos iguales, Patroclo. Los dos perseguimos un sueño.
—Yo no persigo otra cosa que la victoria de los helenos.
—También eso es un sueño porque lograremos la victoria, pero no ganaremos nada con ella. Solo tu amado Aquiles y su gloria saldrán ganando. Pero aquí estamos hablando mientras este pobre joven se desangra —Odiseo miró a Aquiles—. Tendrás que matarlo, héroe de los helenos. Es lo más glorioso para todos.
Una mujer, aún joven aunque prematuramente envejecida, se acercó. Miró con temor a los tres guerreros griegos y se agachó junto al herido mientras Odiseo se alzaba. Con esfuerzo, logró que el joven se volviese boca arriba y comenzó a acariciarle el rostro, a limpiar la sangre ya cuajada de las heridas. De vez en cuando alzaba la vista en una súplica muda y llorosa hacia los griegos.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Patroclo en voz baja aun cuando sabía que la mujer le oiría.
—¿Acaso lo dudas? —Odiseo no había abandonado su tono mordaz—. Matarlo. Hemos de matarlo… para mayor gloria de Aquiles.
—No —Aquiles levantó los brazos como si estuviese dirigiéndose a una multitud—. Le perdono la vida. Así todos podrán ser testigos de mi generosidad.
—¿Generosidad? ¿Qué generosidad? Por dejar con vida a este infeliz no dejas de ser lo que eres.
—¿Y qué es lo que soy, Odiseo?
—Honradamente, no lo sé Aquiles —dijo el rey de Ítaca alzándose de hombros—. Aún no sé si eres un héroe o un asesino. Pero lo que yo piense no tiene importancia. A ti lo único que te importa es lo que tú crees. Así que mata a este niño o sálvale la vida. Eso no hará que cambie nada.
—Entonces, que muera.
De nuevo Odiseo se alzó de hombros.
—Que muera, que viva… decídete ya, héroe de los helenos, porque si no te das prisa este enemigo morirá sin tu ayuda, pero de aburrimiento.
La madre del troyano herido miraba a Aquiles y Odiseo sin entender. El rey de Ítaca se agachó hasta quedar sentado sobre sus talones y, con una calma que sorprendió a todos, dijo a la mujer:
—Si la decisión fuese mía, tu hijo ya estaría muerto. De ese modo, yo sería tan glorioso como Aquiles.
El Pélida miró a Odiseo con rabia. Desenvainó la espada y, de un golpe, atravesó el cuerpo del herido. Un chorro de sangre brotó como si hubiese estado contenida a presión, manchando la túnica y el rostro de Odiseo, que no se movió. Aquiles, con la espada goteando sangre aún en la mano, miró desafiante al rey de Ítaca sin hacer el menor caso del alarido casi animal que surgió de la garganta de la mujer.
—Al fin te has decidido, héroe de los helenos —dijo Odiseo con el mismo tono calmado de antes—. Ahora ya sé qué pienso de ti.
—Tú me has obligado a hacerlo.
—¿Yo? ¿Desde cuándo puede alguien obligar a nada al glorioso Aquiles Pélida? ¿Olvidas quién soy? Soy Odiseo de Ítaca, el menos poderoso de los reyes griegos. Mientras que tú eres el héroe, yo soy el bufón. Yo no te he obligado a nada. No quieras hacerme responsable de tu propia simpleza.
—Aquiles tiene razón —intervino Patroclo, que se había mantenido apartado—. Has estado
provocándole todo el tiempo.
Odiseo se inclinó sobre el cadáver y apartó suavemente a la mujer. Ya no gritaba. Solo emitía unos quejidos inarticulados entre los que se mezclaba el nombre de su hijo. El rey de Ítaca cargó con el cuerpo y, dirigiéndose a Patroclo, dijo:
—El amor nos vuelve ciegos e idiotas. A ti te ciega el amor por Aquiles. A Aquiles, el amor por sí mismo —se volvió hacia la mujer y añadió—: Vamos mujer. El rey de Ítaca, el bufón de los griegos, llevará a Troya el cadáver de tu hijo mientras los héroes se emborrachan con la gloria de Aquiles.
Con el cuerpo del joven en los brazos, Odiseo comenzó a caminar seguido de la mujer. Otras troyanas se unieron al improvisado cortejo fúnebre. El sol estaba ya muy alto. Caía a plomo y el sudor corría a chorros por la frente y los brazos del rey de Ítaca cayendo en gruesos goterones que se mezclaban con la sangre reciente del troyano. Desde atrás, Aquiles gritó:
—Pienses lo que pienses y digas lo que digas, hoy ha sido un buen día. Hemos logrado una
nueva victoria.
Odiseo volvió el rostro. Estaba congestionado por el peso del cuerpo y el de su propia armadura, pero aún pudo gritar replicando a Aquiles:
—Tienes razón. Ha sido un gran día. Hemos logrado una nueva victoria… para mayor gloria de Aquiles.


(Extracto de «Jinetes al amanecer» Editorial ECU, 2ª edición, 2013).